A mediados del
siglo pasado Yasunari Kawabata nos obsequia su novela “La casa de las bellas durmientes” obra cumbre de la literatura
nipona; vehículo de gran parte de la riqueza cultural del pueblo japonés; una
ventana entreabierta que incita hasta al mas desidioso lector a asomarse y
presenciar el imponente erario de las tradiciones orientales, apenas visibles
para el observador distante, mas notorias al acceder hasta la cámara secreta
construida por el autor.
La avanzada edad de
Kawabata al momento de producir la obra es un condicionante esencial que
definirá el carácter de la misma; un halo de misterio creado con la sutileza
empleada en cada descripción, en cada detalle, los cuales están vedados, tanto
para el lector, como para los propios personajes de la novela. Es como si
Kawabata fuese el único conocedor de las identidades de cada uno de los
personajes (la mujer que cuida la casa, los ancianos asiduos a ella, las bellas
durmientes…), quienes están llenos de historia, de pasado y de presente que el
autor deliberadamente nos oculta.
La única excepción
a éste voto de silencio impuesto por el autor, se encuentra en el viejo Eguchi,
personaje principal de la aparente sencillez de la trama. Pero no, por el
contrario, la figura de Eguchi está colmada de símbolos evocativos
pertenecientes a un inmarcesible pasado, el cual se encontraba inmerso en las
remotas profundidades de su senil memoria, y es resucitado con exorbitante
vividez desde el primer contacto hipersensorial con la bella durmiente inicial.
En los siguientes
encuentros, Eguchi proporciona detalles de corte preciosista de cada una de las
“doncellas” de aquel peculiar lupanar. Y al igual que los demás vejetes, Eguchi
encarna el erotismo senil, permanece en vigilia para deificar la carne inerte y
perdida en el mundo de los sueños (o de las pesadillas); carne rebosante de
lozanía, antagónica al rostro rayado del hombre sexagenario; antítesis evidente
entre belleza y fealdad, juventud y vejez, presente y pasado, y al final, vida
y muerte inminentes.
Eguchi no se resigna ante el conteo regresivo
de su reloj de arena. Sólo cuenta con cinco visitas al burdel; cada visita es
aprovechada al máximo, pues realiza un escaneo extremadamente minucioso de cada
una de sus acompañantes. Cada detalle es percibido: la fragancia; la apariencia
juvenil, la suavidad de la tez; el susurro leve de los murmullos adormitados,
así como el vaivén de las olas; el sabor del té de buena calidad… Pero el
protagonista no se conforma, no. Por el contrario, incrementa el número de
vivencias acumulándolas dentro de un mismo momento; razón que lo lleva a dormir
con dos mujeres, en lugar de solo una.
Y en la densidad de
la habitación secreta, cerrada al mundo y solo accesible a estos escasos y
“privilegiados” ancianos “honorables”, la atmósfera se torna cada vez como “un
submarino en el que la gente está atrapada y el aire se enrarece gradualmente”
(García Márquez) …tornándose frío, fúnebre, como un preámbulo ante el llamado de
la muerte. Muerte imparcial, que pone en planos de igualdad tanto al viejo,
cuya muerte es de esperar en cualquier momento, como a la joven morena, quien a
pesar de gozar de su juventud, repentinamente le sobreviene el destino fatal,
el mismo que nos espera a todos.
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