Por Brenda Topi
Máryuri deambulaba agobiada por la incomodidad y el dolor intenso. Las calles reflejaban el calor emitido por el asfalto, mientras el sol inclemente bañaba el centro de la capital industrial. No había una tan sola nube en el cielo y el viento no tenía la fuerza para mover las hojas de las palmeras sembradas en el bulevar del Norte.
Las calles ya habían volcado toda una gama de experiencias sobre Máryuri, quien con once años ya vivía una nueva faceta: la de futura madre. La culpa de tal situación la tuvo el preservativo que se rompió por la brutalidad de aquel estadounidense desconocido, poseído por el éxtasis de la heroína, a quien ella jamás volvió a ver.
Antes de salir embarazada, la joven fue a consulta ginecológica al centro de salud. La doctora le proveyó preservativos, aunque vencidos, pero pensó que le servirían. Por falta de recursos farmacéuticos en el centro de salud público, Máryuri no pudo obtener las pastillas de planificación que necesitaba. Sin embargo, ella recordó las veces en las que tuvo sexo sin protección, sin haber salido embarazada. Ella pensó que no podía tener hijos, y también por esta razón, suspendió el tratamiento anticonceptivo durante ese mes.
Su ruta laboral era en la avenida Los Leones de San Pedro Sula, iniciaba su jornada a las seis de la tarde. Procuraba no acercarse a los travestis que se habían apoderado, casi por completo, del lugar; por lo que prefería circundar el cementerio “La Puerta” y los bares aledaños.
El rasgo predominante de su contextura física eran sus curvas sensuales. Pero también se destacaba de las demás muchachas de su edad por su estatura. Su piel de bronce estaba libre de imperfecciones. Usaba maquillaje escarchado, brillante y lo más llamativo posible. Se vestía con faldas cortas, para exhibir sus torneadas y gruesas piernas. También usaba blusas con escotes muy reveladores. Usaba tacones altos y de plataforma, quizá para aparentar mayor edad y para lucir más sensual. Se ataviaba con accesorios excesivos: pulseras, cadenas, anillos, y aretes enormes. Sus prendas de lencería favorita eran los sostenes y las tangas de encaje transparente.
Los primeros días de la semana no le resultaban tan rentables, pero recuperaba ganancias los viernes y los sábados. Su cartera de clientes estaba conformada por un grupo heterogéneo de individuos, quizá con predilecciones polarizadas y diversidad de contextos. Por sus rasgos voluptuosos, “la chiqui”, como la llamaban sus amigos, era el mayor afrodisíaco de todos sus clientes. Algunos habían usado sus servicios desde que ella tenía siete años, apreciando su evolución corporal, pues en ese tiempo no medía más de un metro con cuarenta centímetros. Por aquel entonces, ella vivía en casa de doña Segunda, en el barrio Cabañas. Doña Segunda era dueña de un bar de mala muerte, en el que se ofrecía favores sexuales de niñas y jóvenes. Varias personas visitaban el bar una sola vez, porque Segunda no los volvía a ver.
Por aquellos días, ella se mudó de la casa de Segunda debido a un violento incidente. Un viernes por la noche, llegaron al bar dos individuos armados. Entraron; se sentaron en la barra; pidieron dos octavos de guaro, mientras observaban con detenimiento a los borrachos que estaban allí. Cuando los hombres armados encontraron a las cuatro personas que buscaban, las acribillaron y huyeron. Máryuri se encontraba en una de las habitaciones en compañía de un hombre. Después del tiroteo, un funesto silencio invadió el lugar, cuyas paredes estaban cubiertas de la sangre de las víctimas, quienes yacían en el piso, sin vida.
Máryuri huyó de la casa de Segunda, en compañía de otras niñas y jóvenes. Éstas, comenzaron a trabajar en el sector de la línea ferroviaria. Al principio, ella se enfrentó con muchas dificultades al tener que trabajar por su cuenta. Algunos de los clientes la subían en sus vehículos y disfrutaban de sus favores sexuales; pero, al considerar su corta edad y vulnerabilidad, ellos se aprovechaban de ella y no le pagaban. A ella le tomó algún tiempo aprender a negociar con sus clientes, y obtener el pago por anticipado, sin embargo lo logró. Aunque también tenía clientes que le pagaban más de lo habitual. De esta manera, logró establecerse en el negocio.
Para la feria Juniana a Máryuri le era ya imposible ocultar su estado de gravidez. Esto disminuyó la cantidad de clientes que atendía diariamente. El día del carnaval, emprendió su camino desde las cuatro de la tarde en compañía de amigas coetáneas que se encontraban en su misma condición. Llegaron a la avenida Circunvalación, donde presenciaron el desfile de las carrozas acompañado por las melodiosas tonalidades de las bandas de guerra de los diferentes institutos sampedranos. Con mucha suerte, esa tarde encontraron a varias personas embelesadas ante el espectáculo y, con mucha astucia, lograron extraer de sus bolsillos las billeteras; a las damas les registraron las carteras y extrajeron todo lo que pudieron. Al repartir el botín encontraron celulares, dinero en efectivo y tarjetas de crédito que patrocinaron la cena de esa noche.
Al caer la noche, mientras las jóvenes cenaban en un restaurante de comidas rápidas, deambulaba en las afueras un roth weiler que hacía algunos días había escapado de casa. El hambre voraz impulsaba al animal a tratar de abrir las puertas de los establecimientos; ladraba y corría desenfrenadamente hacia los contenedores de basura a los cuales rasgaba con sus afiladas garras. Aunque a veces, en la lejanía, sus ladridos semejaban lamentos. Cuando las muchachas terminaron de cenar, continuaron su trayectoria nocturna.
Aproximadamente a las ocho de la noche transitaron la primera calle rumbo a la tercera avenida. Una vez allí, Máryuri comenzó a flirtear con varios individuos que la observaban con lujuria, pero debido a la cercanía de varios miembros de la policía municipal, no pudieron acercársele en ese momento. Los municipales sabían bien quién era aquella jóven y a qué se dedicaba, pues algunos de ellos, en ocasiones anteriores, habían objetivado sus más profundas fantasías con el sensual cuerpecillo de ella. Rogelio, uno de los policías municipales, de cuarenta y ocho años, era el principal fastidio de ella. Su cuerpo deforme cargaba con trescientas diez libras de carne y un promedio de cien verrugas cubrían su curtida piel trigueña. Lo peor de todo era que buscaba los servicios de ella cuando no le pagaban a tiempo, caso contrario buscaba a los elegantes travestis de la primera calle.
Luego, en el parque central, cerca del puente, se encontraban sentadas en una banca, el grupo de amigas de Máryuri, luciendo una indumentaria delatora de su profesión. A las diez llegaron al lugar clientes hospedados en hoteles cercanos, entre ellos ejecutivos, diplomáticos, narcotraficantes, y uno que otro asalariado. Tony, el recepcionista del hotel más famoso de la ciudad, promocionaba los servicios de las chicas a cambio de un porcentaje de sus ganancias. Cada una de las muchachas encontró un cliente con quien abandonó el lugar. Únicamente Máryuri se quedó con Tony en el parque. Repentinamente, ella sintió que un agua tibia bajaba por su piernas, al verse vio correr un agua rojiza, y pidió ayuda a Tony. Este, al ver la gravedad de ella, buscó un taxi y le pidió al conductor que la trasladara al hospital.
Sin haber asistido jamás a un control de embarazo, ella llegó al hospital Mario Catarino Rivas a la una de la madrugada, con seis grados de dilatación. Al no haber camas ni médicos disponibles, se tendió en la acera frontal del centro hospitalario con intensos dolores que ensanchaban sus músculos vaginales, expulsando el líquido amniótico como una tubería a presión. A los treinta minutos parió a su hijo sin asistencia médica. Debido a su estado de desnutrición, la nueva madre sucumbió ante una profusa hemorragia, que, primero la dejó sin conocimiento, y que luego le cobró la vida, dejando al vástago a la intemperie de la fría noche. Afortunadamente, "la chiqui" era un trabajo menos para los médicos; aunque no para las barrenderas de la calle. Las aseadoras municipales concluían su faena por la tarde, sin imaginar lo que encontrarían al día siguiente...
Cerca del lugar, aparecieron unos ojos rojos penetrando la oscuridad y moviéndose sigilosos entre las sombras. Era el roth weiler que merodeaba las afueras del centro hospitalario, casi desierto a esa hora de la madrugada. En ese momento, los altos decibeles del desesperado llanto infantil hirieron al hambriento animal. Los quejidos perturbaron e irritaron al violento mastín, que en dos saltos se posicionó justo frente al recién nacido... De esta manera, el perro le devolvió el silencio y la quietud a la ciudad y a sus habitantes, que dormían pacíficamente, inmersos en la tranquilidad de sus sueños.
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