domingo, 26 de febrero de 2012

El órgano tubular mágico


Silverio esperaba con ansias el toque de la campana de la catedral que diese inicio a la misa. Se levantaba a las seis de la mañana y esperaba hasta las nueve. Esta era su rutina semanal infalible. Su madre se conmocionaba al ver a su pequeño unigénito de apenas siete años sentir tal fervor por lo referente a los asuntos religiosos. En lo más profundo de su ser ella guardaba la esperanza de que su vástago se convirtiese algún día en un hombre de bien, a diferencia del desobligado padre, quien los abandonó desde la concepción, por considerarla indigna de portar su apellido.

Así se aproximaba Silverio cada domingo a la entrada de la catedral Santa María de las Flores, donde mostraba gran reverencia desde que estaba a lo lejos. Al llegar a las puertas se persignaba y prosternaba simultáneamente, con sus huesudas rodillitas en pos del relieve de la Asunción de la Virgen que resplandecía en el ala sur de la catedral. Una vez dentro, se apresuraba a sentarse en la primera o segunda fila, a modo de estar lo más cerca posible de donde estaba estacionado el órgano tubular usado para acompañar los cantos entonados por el coro de monjes benedictinos que llegaban una vez al mes a oficiar la misa.

El pequeño se deleitaba tanto al escuchar los golpes de viento salir impetuosamente por los tubos y con las notas ejecutadas magistralmente por el fraile Ludovico, que hasta se había hecho a la idea de que aquel aparato musical, semi comido por el comején y con un montón de parches de madera por todos lados, que tenía magia, ¡Sí! magia...  Y cada domingo hacía lo mismo: sentarse a la par del músico y disfrutar de las celestiales melodías percibidas por su ceruminoso oido.

Un domingo llegó a la misa como de costumbre, pero notó algo anormal, un silencio funesto que se había apoderado del lugar. No dio prisa a sus pasos, se ubicó entre las últimas bancas del templo, en medio del gentío. Escuchó las palabras del pontífice más que a su mensaje, y éstas llegaban a sus oidos como aviesos relámpagos golpeando las opresivas paredes con su eco.

Todo aquello le pareció siniestro, así que al finalizar la ceremonia se acercó a uno de los monaguillos y le preguntó por el paradero del fraile Ludovico., quien no se presentó ese domingo privando a la feligresía de los salmos melódicos. Su contemporáneo le contó que el organista había fallecido hacía una semana ya, justo después de que finalizara la misa, éste se había quedado tocando el Tantum ergo mientras la congregación evacuaba el templo de a poco; parece que al quedar completamente solo expiró, con ambas manos extendidas sobre las rudas teclas, y la nívea cabecita descansando en el respaldar de la maltrecha silla en la que solía sentarse. Silverio prorrumpió en llanto y se fue.

Muchos domingos transcurrieron, y muchos otros frailes se encargaron de la música. Sin embargo no era igual...allí fue cuando el ya joven Silverio comprendió que la magia nunca radicó en el maltrecho aparato musical, sino en los dedos de aquel viejo que se había ido.